Claramente, el enojo del presidente ha venido precedido de preocupación. Se frustró la estrategia del gobierno de la 4T para utilizar la vacunación como instrumento de promoción electoral. Y lo peor: merced al accidente en la Línea 12 del Metro (que nada tuvo nunca de “Dorada”) su canciller Marcelo Ebrard se ha quedado sin autoridad moral para exigir en los foros globales mayor equidad en el reparto mundial de vacunas.

Cuatro actitudes han marcado en el presidente López Obrador su comportamiento en el transcurso del enfrentamiento que el mismo ha provocado con el Banco de México y el principal de sus funcionarios: el gobernador, Alejandro Díaz de León. Esas actitudes han sido el enojo, la preocupación (acompañada de mucho nerviosismo), su desinterés por las cuestiones de naturaleza técnica y su temple de destructividad.

No es ningún secreto. El presidente se enojó muchísimo en razón que esperaba un remanente de operación cuantioso por parte del Banco de México para llenar la Tesorería. En un contexto de dificultades para su gobierno, necesitaba de ese remanente para hacer lo que mejor sabe: su especialidad: comprar votos mediante el reparto de limosnas sociales.

Claramente, el enojo del presidente ha venido precedido de preocupación. Se frustró la estrategia del gobierno de la 4T para utilizar la vacunación como instrumento de promoción electoral. Y lo peor: merced al accidente en la Línea 12 del Metro (que nada tuvo nunca de “Dorada”) su canciller Marcelo Ebrard se ha quedado sin autoridad moral para exigir en los foros globales mayor equidad en el reparto mundial de vacunas.

En adición, es también evidente que el mandatario ha venido suponiendo que la generación de un remanente de operación en el Banco de México es una cuestión discrecional a cargo de los funcionarios. De manera visible, nunca se interesó en entender que la materialización de ese remanente (resultado del ejercicio, sería un mejor término) es una cuestión exclusivamente de cifras contables y de metodología.

Pero el presidente López Obrador nunca ha mostrado interés por las cuestiones técnicas. Lo suyo son otras cosas, entre ellas su muy manifiesta obsesión destructiva, tanto de capital físico como de capital humano. En ese orden, con su tradicional furia de toro de Miura, la emprendió de manera personal en contra de quien es quizás el único funcionario de excelencia que queda en el marco de la actual administración pública.

Anticipándose torpemente a los tiempos, que en política son fundamentales, el presidente proclamó que Díaz de León debería ser sustituido por (sic.) “un economista con dimensión social, partidario de la economía moral”. Se trata claramente de conceptos puramente retóricos, vacíos de todo significado. Lo que se necesita en los cargos públicos son otras cualidades: funcionarios con preparación, competencia, experiencia y ética personal e intelectual. Precisamente los atributos que luce el gobernador Díaz de León.