Al diablo el turismo. También la maquila. Es más, no importan las exportaciones de jitomate ni aguacate. Incluso las armadoras de automóviles vienen en segundo término. Nuestro gobierno ha sido muy hábil en detectar dónde está el dinero y ha puesto las condiciones para que prospere un enorme negocio que ha sido altamente redituable para México.

Pero la idea no es tan descabellada. Tenemos la experiencia acumulada por décadas. Gente con ganas y sin prejuicios para entrarle. Miles de funcionarios públicos beneficiados. Reglas que permiten su libre desarrollo. Una situación geográfica privilegiada y el mercado más grande del mundo cruzando el Río Bravo.

Cuando el presidente López Obrador dijo que la estrategia era de “abrazos, no balazos”, creímos que era una metáfora o parte del discurso. Mala sorpresa. A tan sólo tres años de su victoria, por omisión u acción, su gobierno ha convertido al país en un paraíso para los criminales.

Ahora el crimen organizado opera con total impunidad. Ya no existe una Policía Federal para perseguirlo y claramente la —recién creada— Fiscalía General de la República tiene otras prioridades, igual que la Unidad de Inteligencia Financiera. El territorio nacional es tierra fértil para el negocio del narco.

México no se estaría convirtiendo en un lugar tan próspero para la lucrativa industria delictiva, si no se apostara por el debilitamiento al Estado de derecho. Si existiera algo de voluntad política para combatir a esos enormes ejércitos privados que, en redes sociales, salen presumiendo su capacidad armamentista. Si al gobierno le importara un poco que todos los días 100 mexicanos son asesinados. Si en lugar de regalar recursos, los invirtiera en programas productivos.

Tan sólo bastaría que reconocieran el problema. Pero no. Para el mandatario ya no existen masacres —no obstante, ocurren todos los días— y el crimen organizado se anda “portando muy bien”. Increíble.

Los defensores e ideólogos del régimen tratarán de minimizar la situación y seguirán gritando que se heredó de décadas atrás. Dirán el —absurdo— “argumento” de que la culpa es de Felipe Calderón, pues le declaró la guerra al narco, como si barrerlo debajo de la alfombra hubiera sido una alternativa. Y con eso justifican la incapacidad y torpeza actual. O complicidad.

Por eso, el crimen organizado está agradecido con el poder político en México. Porque con su venia, impone su ley y derecho. También su justicia. Coopta a las policías. Compra funcionarios públicos. Hace lo que se le viene en gana. Probablemente también le inyectó algunos miles de millones de pesos a las campañas electorales del pasado 6 de junio y lo hará en 2024.

La narrativa obliga a hacer como que no existe, para que no nos vean mal los vecinos por fomentarlo. Ojos que no ven, corazón que no siente.

El problema es que el negocio del narco es un barril sin fondo. Toca ver cómo el crimen organizado va a determinar la vida del país, y de sus habitantes, en los próximos tres años. Miles de muertos, millones de armas compradas al vecino del norte, miles de millones de dólares lavados. Intervención en elecciones. Tan simple y tan complejo.

Es innegable que la Cuarta Transformación lo ha hecho bien. Ha logrado un paraíso para el narco. “Le cayó como anillo al dedo”.