El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), insistió hace unos días que el personal médico que trabaja en clínicas, hospitales y farmacias privadas no está en la “primera línea” de combate contra el COVID-19 y, por tanto, no tiene prioridad para recibir la vacunación. “Que nos esperen”, dijo.

Según AMLO, “no es justa” la exigencia de que sean vacunados primero los médicos, médicas, enfermeras, camilleros y afanadores que no trabajan en los hospitales del gobierno. “Si no te corresponde, no”, contestó ante las manifestaciones de trabajadores del sector salud. Dijo que les va a tocar la vacuna, como a cualquier ciudadano, por su rango de edad y será en los próximos meses.

La Organización Mundial de la Salud ha señalado que los gobiernos del mundo deben vacunar a todo el personal de salud, porque tiene la mayor prioridad. “Uno de los grupos que primero deben ser vacunados son los trabajadores de salud, y lo hemos repetido varias veces”, dijo su portavoz Tarik Jasarevic a la revista Proceso.

La argumentación que ha sostenido Hugo López-Gatell, subsecretario de Salud encargado de la estrategia contra la pandemia, ha sido tan clara como insostenible bajo cualquier criterio científico: los doctores son personas que tienen dinero. No es nueva la postura. Meses atrás el presidente había dicho durante su conferencia matutina que los médicos privados solo “buscaban enriquecerse” y que eran “mercantilistas”.

La decisión política de relegar al sector privado en el orden para recibir la vacuna ha causado indignación no solo entre la comunidad médica, sino la población en general. Los datos de la Unión Nacional Interdisciplinaria de Farmacias, Clínicas y Consultorios registran 137 casos de defunciones de médicos que atienden en farmacias o en consultorios de barrio desde marzo de 2020, cuando inició la pandemia. México ha sido el país más letal para personal del sector salud, según la Organización Panamericana de la Salud, con un total acumulado de 3,534 muertes. Son trabajadores que no son ricos ni tienen para pagar un vuelo a Estados Unidos y conseguir ahí la ansiada vacuna.

Impedir la vacunación al personal médico que no está en hospitales públicos es una medida arbitraria y criminal. Pero no es una sorpresa. AMLO ha mostrado repetidamente su arraigado prejuicio contra todo lo privado. Su gobierno es un catálogo de políticas públicas basadas en este prejuicio.

Tras más de un año de pandemia se ha aferrado a su política de no destinar dinero público para apoyar a las pequeñas empresas porque le parece una práctica “neoliberal” y condenable “rescatar” a los empresarios “como se hacía antes”, en los que siempre llama “gobiernos corruptos”. El prejuicio exhibe ignorancia: piensa que todos los empresarios del país son acaudalados corruptos que tienen yates y aviones privados. En realidad, de los 4.9 millones de establecimientos del sector privado y paraestatal, 99.8% son micro, pequeños y medianos.

La mayoría son estéticas, fondas o papelerías cuyos dueños no son multimillonarios pero sí son empresarios. En casi todo el mundo los gobiernos apoyaron a los empresarios para que no quebraran y así se preservaran empleos, pero en México no. De los 4.9 millones de establecimientos micro, pequeños y medianos que había en México, más de un millón (20.81%) cerraron sus puertas definitivamente hasta diciembre de 2020. Salvarlos hubiera significado salvar empleos.

AMLO ha alimentado una narrativa de ricos contra pobres. Los pobres son los que llama “pueblo”. Y en su imaginería entre ideológica y bíblica, los ricos —los “fifís”, como les apoda despectivamente— encarnan la maldad, el delito, la impunidad, la corrupción y desde luego, la crítica periodística a su gobierno y la oposición política.

Su impulso para que el Ejército se encargue cada vez más de realizar obras públicas contiene también elementos del mismo prejuicio: es mejor ponerla en manos de los soldados surgidos del “pueblo” que en las malvadas empresas privadas ávidas de lucro y proclives a la corrupción.

Ha repudiado a los mexicanos que han ido a estudiar al extranjero “a aprender malas mañas” y, en una desafortunada y delirante comparación, los equiparó con Michael Corleone, el personaje de la novela El Padrino, que según la imprecisa versión del presidente fue enviado al extranjero a estudiar y por eso se convirtió en criminal. Incluso las escuelas y universidades privadas nacionales le parecen semillero de corruptos.

La firmeza con que se aferra a su prejuicio es inmune a las múltiples evidencias de la hipocresía subyacente: su gabinete y su partido están llenos de hombres y mujeres con cuantiosas fortunas, que estudiaron en el extranjero y en universidades privadas mexicanas; en sus emergencias médicas, el presidente y su familia han acudido a atenderse en hospitales privados; y sus hijos (al menos uno de ellos se da vida de magnate “fifí”) estudiaron en escuelas privadas.

La política energética de su gobierno es la pieza reina de este gobierno por prejuicio. Busca restaurar el monopolio del sector público sobre la energía para arrebatarlo de las, a su juicio, malévolas empresas depredadoras mexicanas y, sobre todo, extranjeras. Si el resultado al final es dañino para la economía del “pueblo” al que asegura defender, es una consideración en la que no se detiene. Se impone el prejuicio.

AMLO odia lo privado y tiene una fe ciega en lo público. Piensa que el estancamiento económico, la pobreza y la desigualdad mexicanas se deben al modelo económico neoliberal que privatizó lo que antes era del Estado. Tiene mucha razón en que esas manos privadas muchas veces han abusado y corrompido, y se han vuelto ineficaces y lastres para el desarrollo del país. Pero esa fe ciega del presidente en lo público olvida que antes del defenestrado “periodo neoliberal” la corrupción era rampante y desatada. El presidente habla como si antes de 1988, cuando inició la era de las privatizaciones, nadie nunca hubiera robado en las grandes empresas paraestatales. Eso es desconocer la historia, o ignorarla convenientemente: cuando todo estaba en manos del gobierno, la corrupción era rampante y la ineficacia en los servicios era padecida cotidianamente por la población.

Como ocurre siempre con las decisiones basadas en prejuicios, las suyas son impermeables a la razón. Y, por supuesto, además de injustas son peligrosas. Son alimento de su nada escondida estrategia de navegar por su gestión basado en la polarización, la división y la propagación de odio.